… y el martirio floreció en lapacho (relato del padre Juan José Manzano)

 

«Un cuentito para difundir un poco el conocimiento de los mártires del Zenta, que beatificaremos en 2022», presenta el sacerdote de la diócesis de Orán, provincia de Salta. Pedro Ortiz de Zárate y Juan Antonio Solinas, misioneros españoles, fueron asesinados en 1683 por guerreros tobas y mocovíes.

 

20/1/2022

 

Sabemos con certeza que este gran árbol (puede alcanzar hasta 35 metros), de palo incorruptible y durísimo, existía desde los orígenes en las selvas meridionales de América, y que era muy estimado, pero solamente por su madera.

Testimonio de ello es que ya lo usaban los antiguos habitantes de estas tierras para fabricar canoas, postes o vigas para soportar pesos, porque era indeformable, impermeable y resistente a todas las inclemencias.

Cuando llegaron los jesuitas, en el siglo XVI, aprendiendo de la sabiduría de los antiguos, construían sus grande templos y edificios, usando como columnas estos nobles árboles, trasplantados con sus raíces, quitando las ramas superiores, y levantando paredes en torno, apisonando tierra encofrada con tabiques de madera… Aún hoy se alcanza a percibir en sus nostálgicas ruinas, estos troncos enhiestos, apuntando al cielo, junto a los montículos de tierra roja, restos silenciosos de aquella aventura gloriosa.

Pero lo que sucedió después de esa trágica tarde fue tan llamativo, que no pasó desapercibido para nadie en todo el extenso territorio del Gran Chaco Gualamba, corazón de la América del Sur. La expedición del P. Diego Ruiz, compañero jesuita del P. Solinas, llegó a la Capilla Santa María, en las vísperas de Todos los Santos, para encontrase con el cuadro estremecedor del martirio de los generosos misioneros. Sus cuerpos desnudos, decapitados, un dardo clavado en cada uno, comido en parte por las aves carroñeras sólo dejaban lugar a la desolación y la infinita tristeza. Los contaron. Eran 20 cadáveres. Hallaron los restos de Don Pedro, aún reconocible en la puerta de la capilla, y los de Juan Antonio por su rosario, su birrete ensangrentado, algunos libros y la carta que Diego le había enviado hace pocos días, junto a él. Con cristiana solicitud, el P. Ruiz procedió a sepultar los dieciocho laicos dentro de la capillita, levantada sobre cuatro esquineros jóvenes de lapacho. Con reverencia y cuidado, envolvió los despojos de los sacerdotes en sendas capas, y con ellos comenzó una interminable procesión fúnebre, que dejó, con inmensa ternura y devoción, a Don Pedro en la Iglesia Mayor de Jujuy, donde había sido párroco por más de 25 años y la gente lo esperaba con evidente congoja para proceder a su sepelio e inhumación. Continuó el cortejo, lúgubre, desvaído, con rumbo al sur, generando llanto y dolor por donde pasaba, hasta alcanzar la Iglesia de la Compañía de Jesús, en Salta, donde fueron piadosamente depositados.

El lapacho rosado es un árbol del noreste argentino; se destaca por vistosas flores de ese color que aparecen al final del invierno.

 

Al principio nadie lo relacionó con el hecho, pero al llegar el invierno del año siguiente, cuando todas las demás especies vegetales dejaban sus troncos y ramas desnudos y grises, secos, aparentemente muertos, dando al paisaje la monótona apariencia de un mar de suaves olas oscuras en un día nublado… explotó en los cerros el deslumbrante espectáculo de color, visible desde distancias increíbles. Una gama de rosados con matices interminables, desde el rosa viejo, suave, apenas apreciables hasta un rosa fucsia, fuerte, predominando sobresaliente en medio de las sierras cenicientas y polvorosas. ¡Pero el asombro no terminaba! Aparecieron algunos de un potente amarillo casi dorado, como un pequeño sol, en compañía de otros ejemplares de tonos más claros, como salidos de una paleta en degradé. Y unos cuantos blancos, impolutos, como trasplantados de otro mundo, sin contacto con la oscuridad circundante. Y unos pocos violetas, y lilas, y, finalmente, más raros y escasos, azules, verdes o negros. No salían de su asombro, naturales, criollos y europeos. Y no podían dejar de contemplar, extasiados, el maravilloso cuadro de luz y color en medio de una naturaleza hostil, mísera, mezquina e invernal.

Sólo luego, con el tiempo, empezando por los miembros más viejos de las comunidades ancestrales, que conocen mejor el monte, son más observadores de la naturaleza y penetran mejor el sentido espiritual de las cosas simples, comprendieron el mensaje imperecedero brotado desde las profundidades insondables de la tierra que bebió la sangre de aquellos misioneros. La capilla, perdida en medio de la espesura floreció, pero no con el rojo furioso y sanguíneo, que clama venganza, sino con el delicado rosado, que acaricia y ofrece su amor sin imponer. Y la maravillosa variedad de colores reflejaba la diversidad de razas, edades, sexo y categorías sociales del grupo implicado en esta gesta heroica. Además del cura jujeño y el religioso italiano, eran dos españoles, un negro, un mulato, y una mujer, dos niñas y once varones originarios. Hay quienes estudiaron todas las variedades y cuentan curiosamente 20 tonalidades. Y en Jujuy, en Salta, y en todo el trayecto de esos gloriosos evangelizadores, estos magníficos especímenes vegetales, tan recios, duros, se llenaban de notas jubilosas, anticipando la primavera, invitando a todos a la esperanza, apurando el brote de todo el monte. Los atónitos espectadores apreciaban recién ahora, que estas formidables plantas crecían juntas, en grupo, como manchones en medio del bosque. Sus flores eran en racimo apretado, comunidad apiñada en íntima comunión, aunque cada una era en extremo delicada y suave. Se prodigaban en flor, sin ninguna hoja, sin mezclas, completamente empeñados en un solo objetivo, pues habían soltado toda su foliación para convertirse en un grito inequívoco de generosidad plena, pura belleza, puro color, sin ninguna otra causa que seguir anunciando la gloria de Dios. También se distinguían entre los demás árboles, sin ocultarse, llamando la atención sobre sí para que los madereros los identificaran sin dudas, y no lastimaran por error a sus humildes compañeros de foresta. Ellos lo daban todo, sin desperdicios, rectos, sin bifurcaciones de ramaje en los primeros dos tercios de su elevada altura, sin espinas, con todo el corazón. Y en su empeño de extender su proclama laudatoria, sus frutos, vainas largas, leñosas y cuajadas de simientes, cuando llegaba la primavera y el verano, empezando a finales de octubre, como en recuerdo de su muerte, dejaban caer sus semillas leves, voladoras, llevando vida aún más lejos, abarcando todo el Chaco.

Durante el invierno, el lapacho conserva sus hojas, que luego caen para dar paso a una floración abundante que se destaca sobre las ramas peladas o desvestidas.

 

Los más sabios captaron que su sacrificio no había sido en vano, en otoño habían salido de Uquía, Jujuy, para internarse en las frondas subtropicales, donde en pleno invierno habían logrado hacer surgir una reducción con más de 400 familias. Troncharon sus vidas en primavera, pero, así como el lapacho vuelve, insistente, impertinente, a crecer desde su tocón, multiplicado en cada raíz, su entrega no se perdería. Se multiplicarían y difundirían hasta lograr lo que no habían podido con sus humanas fuerzas. Serían sombra reparadora en verano, gozo y alegría en invierno, alfombrando el suelo pródigamente con dulzura femenina, remedio para enfermos llagados o afectados en sus estómagos o riñones, darían sus ramas para lumbre, calor, carbón de la mejor calidad, y su tronco con densidad única, de las mayores del mundo, para usos que requieran sus cualidades de peculiar dureza, resistencia a factores adversos, durabilidad y belleza. Los chicos de las etnias dueñas de estas latitudes, se arriman, silenciosos, a sus esbeltos troncos en actitud reverencial, y con una manito en su corteza y la otra en el pecho, toman fuerzas de ellos, como les enseñaron sus abuelas. Así como Don Pedro logró el respeto de todo el pueblo jujeño, que lo conoce y nombra como el Venerable, y fue promotor de la devoción de la que hoy es Patrona de su Provincia, la Virgen del Rosario de Río Blanco y Paypaya, también el árbol que lo representa junto a sus compañeros mártires, es hoy la flor provincial de Jujuy.

Pedro Ortiz de Zárate y Juan Antonio Solinas, misioneros españoles, fueron asesinados en 1683 por guerreros tobas y mocovíes.

 

Cuentan que cuentan las viejas cuenteras, que de esto saben tanto, que esa tarde-noche del 31 de Octubre, Víspera de todos los Santos, mientras acá el dolor oprimía el alma y el corazón de los que entre sollozos enterraban como semillas las partes recuperadas de los laicos misioneros, el Señor Jesús los esperaba y recibía en la tranquera del Cielo, con una muchedumbre incontable, exquisita, de las almas más nobles que pisaron la Tierra desde sus orígenes, y con una sonrisa y los brazos abiertos les recordó: “Si permanecen unidos a Mí, y mi Palabra permanece en ustedes, pidan lo que quieran a mi Padre, y Él se lo concederá” (Jn. 15, 7). Tras un breve debate con sus compañeros de misión, ruborizado y conmovido, Don Pedro arriesgó: “Queremos seguir al lado de nuestra gente, acompañándolos siempre, especialmente cuando ellos Te celebren y hagan fiestas por Vos, tu Mamá y tus mejores amigos. Así nuestra alabanza será perpetua en tu honor, y sabremos perennemente que dimos el fruto que Vos esperabas”. Jesús dispuso vincular su oblación total con el precioso lapacho, ordenó que florecieran en los meses de todas las fiestas patronales importantes del territorio regado con su sangre gloriosa, y que no faltaran en ninguna de las plazas donde la gente se reúne a festejar la Infinita Misericordia de Dios.

Es por eso que, desde Julio, cuando la Virgen del Carmen peregrina con los jóvenes desde cerquita del lugar del martirio hasta la Catedral de Orán, en el seno del fértil Valle del Zenta, y hasta las Solemnes Liturgias del Señor y la Virgen del Milagro, en Setiembre, cuando los lapachos despiden las imágenes, llorando sus cálices florales al repique emocionado de las campanas, ellos acompañan las fiestas de cada pueblo y paraje, engalanando las calles y espacios verdes con natural hermosura, embelleciendo los atardeceres cálidos y serenos, gritando en su mudo pero elocuente  lenguaje, el IRREVOCABLE TRIUNFO DEL AMOR. (Jn. 16, 33).